El siglo XX, denominado por el filósofo alemán Jürgen Habermas como «nuestro breve siglo XX», estuvo marcado por la Primera y Segunda Guerra Mundial, así como por la Guerra Fría: acontecimientos que definieron la historia y configuraron un nuevo orden internacional determinado por el poder y la supremacía de Estados Unidos, como uno de los amos del mundo; junto a Rusia, China e Israel.

El siglo XXI comienza a adquirir una fisonomía marcada por las guerras y la supremacía de unos sobre otros, poniendo en escena las tensiones entre civilización y barbarie, siendo esta última la que impone su lógica de muerte y destrucción. Esta tensión cobra relevancia con Donald Trump, un presidente de liderazgo autoritario, que sacude y desconoce la estabilidad democrática en Estados Unidos y en muchos países occidentales; incluyendo América Latina.  Es importante comprender que, pese al carácter autoritario, egocéntrico y xenofóbico de Trump, la democracia estadounidense está cimentada no solo sobre una sólida Constitución, sino también, sobre una riqueza nacional, una amplia clase media, una sociedad civil organizada, la división de poderes y reglas democráticas robustas; principios y valores que garantizan su estabilidad institucional. Sin embargo, lo que viene sucediendo en EE. UU. pone a prueba estos fundamentos democráticos.  La forma de gobernar de Trump impone una lógica de poder que caracteriza su administración, marca un presente sin precedentes en las relaciones internacionales, poco analizado en el debate público colombiano y aplaudido por el poder político y mediático tradicional. Esta lógica se centra en la estrategia de generar miedo y control, desconociendo la soberanía y autodeterminación de los Estados, así como las normas del derecho internacional que regulan sus relaciones.  El ejercicio del poder por parte de Trump tiene como finalidad orientar a la sociedad estadounidense hacia un ideal de supremacía racial, económica, política e ideológica, reivindicando la superioridad del hombre blanco americano bajo la consigna «América para los americanos». Para ello, ejerce un poder autoritario cuya naturaleza consiste en someter la voluntad de los otros a la voluntad de quien lo ejerce.  La era Trump responde a esos ideales de superioridad, respaldados por un grupo de poderosos billonarios que controlan el mundo. Con ello, imponen una versión del capitalismo salvaje, sustentado en un modelo neoliberal sin rostro humano. En este sentido, se implementan medidas como: decretos presidenciales para la persecución y repatriación de inmigrantes —a quienes responsabiliza de los males del país—, cierre de la frontera con México, aumento de aranceles a las importaciones de países que no obedecen, negación del cambio climático, iniciativas de neocolonialismo frente a Canadá, Groenlandia y Panamá; además, menosprecio por algunas naciones de América Latina, amenazándolas con intervención militar bajo la narrativa de lucha contra el narcotráfico.  Asimismo, intimida con un amplio despliegue militar en el mar Caribe, haciendo referencia directa a Venezuela y Colombia como posibles objetivos de intervención. Desconoce la legitimidad del presidente Petro, quien encarna y representa la unidad nacional, acusándolo de ser un líder del narcotráfico en la región.  Del mismo modo, apoya a Ucrania en la guerra contra Rusia, mantiene una alianza con Israel permitiendo y avalando el genocidio contra Palestina en la Franja de Gaza, y respalda los bombardeos a Irán. Impone condiciones para que los países miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan), incrementen sus aportes al fortalecimiento armamentista de la alianza, llegando incluso a amenazar a España si no cumple con dichos aportes. Es decir, pisotea la autodeterminación y soberanía de los Estados. Sorprende la reacción del mundo «civilizado»; en particular, de los países europeos, que han asumido una posición sumisa y obediente, convertidos en espectadores de lo que Hannah Arendt denominó «la banalidad del mal».  Este es el escenario de la geopolítica internacional: el resurgimiento de nuevos nacionalismos centrados en la supremacía racial y la negación de principios esenciales de la democracia liberal. De igual forma, a tiempos turbulentos y de guerra, que evidencian que aún estamos lejos de hacer posible una verdadera civilización.

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